XXIV Trance
Escucha la música incidental aquí:
Ser niño Yámana era sinónimo de jugar, reír, cantar, arrojarse al agua resbalando por las rocas, y esa condición de alegría no se perdía jamás, aunque se fuera un anciano.
Las familias siempre estaban juntas, y el padre se ausentaba sólo algunas horas cuando salía de caza. Tenían mucho tiempo libre, el que utilizaban para jugar, cantar, bailar, meditar y quererse entre sí. Desde pequeños los padres les enseñaban a compartir, a conocer el entorno y a respetar a la creación.
Esto creaba una sensación de gran seguridad, pues era tal el grado de conocimiento de este pueblo con su medioambiente, que no había razones de temer, pues si la noche era oscura, ellos eran parte de esa noche; si rugía una tormenta, ellos vibraban con ella.
También estaban muy acostumbrados al frío, por lo que vestían sólo un taparrabos y una capa de piel.
Su mundo era de mar disperso en islas y canales.
Pero tenían gran temor de alejarse de ese mundo de total seguridad, y de hecho el peor castigo que podía esperar a un Yámana que hubiera actuado mal, era simplemente quedar desterrado y solo.
No se aventuraban jamás por largas distancias por tierra, y menos entrar a la gran isla del norte, habitada por cazadores gigantes veloces y temibles, los Onas.
Por el noroeste vivían otros hombres, que también se desplazaban por el mar en canoas, pero los Yámanas les tenían terror, por su fama de despiadados caníbales.
Pero Celipatencis sabía que, si se mantenía junto a los suyos en ese mundo austral que tanto amaba, su vida transcurriría siempre en ese estado de plena felicidad.
El encuentro con los yekamus había sido absolutamente inusual para un niño pequeño como él, y se suponía que sólo eran instruidos como loila-yekamus, o aprendices, quienes ya hubieran tenido su iniciación.
Le habían pedido guardar el secreto para no despertar inquietud en la gente, pues fue una orden directa del espíritu de la Gran Ballena, quien le debía encomendar una misión.
Cada tres días debía acudir a la cascada, donde se encontraba con uno o dos shamanes.
Lo que primero le hicieron experimentar es la capacidad de concentración. Pintaban sus cuerpos absolutamente de blanco con cal, y se sentaban frente a frente, y con los ojos cerrados, abandonaban todo pensamiento.
Durante todo ese tiempo Celipatencis vio cómo su capacidad de concentración iba en aumento.
Su piel lentamente empezó a cobrar un cierto fulgor, como si su interior lleno de luz lograra atravesar una dermis cada vez más delgada.
Al regresar a la gran choza, los Yámanas comenzaron a sospechar que algo ocurría con él, lo que despertaba asombro, pues nunca ningún niño de su edad había iniciado los pasos para convertirse en yekamus.
Celipatencis veía como el tiempo que pasaba con su familia se hacia cada vez más corto, lo que le producía muchísima pena, pero también sentía una gran emoción el percatarse cómo sus capacidades de sentir el otro mundo iban en aumento. Como si comenzara a despertar de un sueño, descubriendo otra realidad paralela.
Un día los Yekamus se reunieron nuevamente con él, pero esta vez iba a ser sometido a una gran prueba.
-Ahora que has terminado la primera fase de tu aprendizaje creemos que estás listo para intentar un ver espiritual o “asikaku”.
-No debes tener miedo, aunque sientas que es un viaje sin regreso, siempre podrás volver a tu identidad física.
Entonces iniciaron una meditación profunda, y guiado por los yekamus, a pesar de estar con los ojos cerrados, logró ver a través de sus párpados, cuya piel ya era totalmente translúcida.
Pero la imagen que recibía, a pesar de reconocer en ella a la gruta y a los shamanes que estaban en él, también comenzaron a delinearse otras figuras, algo confusas al comienzo, pero que estaban ubicadas entre los otros yekamus, como su fueran parte de la reunión, en ellos pudo al fin reconocer algunos animales, pero que despedían luz igual que los shamanes.
Y en un momento todos se volvieron a verlo, y se produjo una gran conmoción, iniciándose una fuerte discusión entre todos, animales y shamanes, y Celipatencis no podía entender lo que decían, y comenzaron a alzar la voz, y los ojos de cada uno de ellos parecían despedir destellos.
A medida que las voces subían de tono, las paredes de la gruta comenzaron a vibrar, y el agua de la cascada entró en ebullición, para luego congelarse súbitamente.
Hasta que se sintió una gran voz que parecía venir de lo profundo del mar, ante lo cual sobrevino un gran silencio, y el yekamus guía indicó a Celipatencis que volviera al estado natural.
Abrió los ojos, y notó la cara de sorpresa en los otros shamanes.
Hatuwencis le dijo:
-Nadie jamás en su primera vez intentando un ver espiritual había siquiera notar la presencia de los otros shamanes, por lo que se reveló el tremendo poder que tu tienes. Ello causó una gran sorpresa entre todos, y por un momento reinó el miedo, pues algo se sabe de una gran amenaza que se aproxima, y algunos pensaron que eras tú, lo que motivó esta discusión.
Celipatencis quedó estremecido, especialmente por el impacto que le produjo escuchar la poderosa voz del mar, y temblorosamente preguntó:
- ¿Y que fue eso que se escuchó al final?
-Intervino el espíritu de la Gran Ballena, lo que no ocurría desde tiempos remotos.
- ¿Y qué dijo?
-Nos hizo ver que tú eres la única salvación frente a lo que se aproxima, y que debes hacer un viaje a la punta mala, sólo, para encontrarte con ella, pues se te encomendará una misión.
Celipatencis mientras caminaba de regreso a la gran choza, comenzó a sentir un profundo temor a separarse de su familia, y pensaba que todo esto era un mal sueño ¡si era tan sólo un niño!
Además, que aún no había participado en la ceremonia de iniciación, o yincihaua, por lo que menos aún podría ser iniciado como shamán.
Y vio a lo lejos a sus padres, y el sólo pensar que los dejaría de ver le produjo un enorme pesar, echándose a llorar desconsoladamente. Sólo tenía diez años.
Una de las más importantes pruebas que debía cumplir era lograr levitar sobre su cuerpo, separando su espíritu de su materia.
Una noche mientras sus padres dormían junto a él, intentó realizar el ejercicio tal como se lo habían enseñado sus maestros, cerró los ojos e inició una profunda meditación, que le llevó a un estado de trance.
Comenzó a ver a través de sus párpados las paredes de la choza, y sintió la cercanía de sus padres, percibiendo desde el fondo de sus almas el gran amor que le profesaban.
Pero en un momento oyó un zumbido muy extraño y una especie de crepitación que recorría sus huesos. Sintió miedo al principio, pero recordó las palabras de Hatuwencis quien le dijo “el mundo espiritual es nuestro mundo, cuando estés ahí sentirás tu verdadera identidad”.
Ello lo alentó a continuar.
Y sintió como se elevaba suavemente para llegar a la parte más alta de la choza, cuyas paredes casi se desvanecían. Y vio como las hojas de los árboles que le rodeaban comenzaban a fulgurar, adivinando como la savia subía por los troncos, llevando vida a las hojas, vida que provenía desde las raíces que se hundían en una tierra vibrante y luminosa.
Y las hojas comenzaron a moverse, y el tiempo pareció acelerarse, y se pronto se hizo de día,
Los ramajes parecieron incendiarse de energía ante la llegada de la luz, la que bajaba por los troncos a la tierra, iluminando todo.
En un momento Celipatencis se dio cuenta que estaba flotando a cinco metros sobre el piso, entre las copas de la vegetación.
Se concentró aún más, y ya sin miedo quiso adentrarse en la tierra misma, girando su ver espiritual hacia abajo.
El tiempo dejó de existir y sólo sentía la fuerza de la vida abriéndose paso.
Una fría roca se comenzó a cubrir de líquenes de luz, los que fueron desmenuzándola, transformando su inerte composición, en millones de seres, sobre los cuales fueron creciendo helechos y arbustos, luego árboles, a medida de lo cual también se hicieron evidentes insectos y aves, animales, y de pronto vio su imagen reflejada en la tierra.
Abrió los ojos y todo estaba en paz. Sintió la suave respiración de sus padres.
Había llegado el fin del invierno, y las familias ya comenzaban a prepararse a partir en diferentes direcciones y continuar con su vida nómade en el mar. Había continuado su preparación con los yekamus, a los que se les habían unido otros de lugares más remotos, pues todos los esfuerzos se habían concentrado en preparar al niño shamán y su misión.
Un día vio como Hatuwencis hablaba con su padre, quien sólo asentía con tristeza con su cabeza.
Cuando varaba una ballena muerta, se producía una ocasión ideal para realizar ceremonias de larga duración, pues la carne y grasa que se extraía de ella podía alimentar a un gran número de personas por al menos un mes, sin que tener éstas que dedicarse a la caza y recolección en ese periodo.
Ante el aviso del varamiento de una ballena en Lapataia, los Yámanas decidieron realizar una reunión para conocer al nuevo loila-yekamus y realizar además un encuentro de poderes.
Es así que partieron junto con sus familias a esa reunión, excepto él, quien iría sólo, embarcándose junto a la familia de Hatuwencis.
Fue en ese minuto que realmente se percató de la importancia que era para todos la misión que tenía por delante, pero ello se contraponía con la angustia de separarse de sus padres.
El día de la partida los abrazó largamente, pensando lo largo que era un mes lunar, pero trató de no llorar frente a ellos para no darles tristeza.
Se subió a la piragua y se alejó de ellos. Nunca sospechó que pasaría muchísimo tiempo antes de volverlos a ver.
Después de varios días de navegación, avistaron Lapataia, donde ya se había construido la choza ceremonial.
Lo Yekamus vestían sus tocados de plumas y habían pintado sus cuerpos de blanco.
Aquella noche entraron a la choza ceremonial y se sentaron en círculo, con las piernas estiradas, los brazos cayendo rectos a ambos lados, la cabeza apoyada en un madero blanco que servía de almohada y quedando separados unos de otros con una estaca. Iniciaron un canto profundo que comenzó a llevarlos a todos a un estado de trance, iniciando el asikaku.
Celipatencis en las enseñanzas que había recibido aprendió que con mucha práctica no sólo se podía ver el otro mundo, si no que desprenderse del cuerpo terreno e ingresar a él.
Con su mayor esfuerzo sólo había logrado separarse unos pocos metros de su pequeña humanidad, y había visto con admiración cómo Hatuwencis y los otros yekamus podían flotar en el aire del otro mundo.
Eran alrededor de 20 Shamanes reunidos y era el único loila-yekamus, y lo que iba a ver sólo lo habían observado quienes ya habían sido iniciados.
Apreció cómo dos de ellos, luego de hacerse una mutua reverencia, se separaron de sus cuerpos y comenzaron a emitir una fuerte luz violeta, para luego elevarse por los aires.
Y la choza desapareció, y los bosques que rodeaban el lugar se tornaron translúcidos, dejando ver las rocas de las montañas.
Y el agua del mar se tornó invisible, dejando ver los peces y el florido fondo.
De pronto Celipatencis se dio cuenta que todo el círculo de yekamus también estaban en el aire, a una gran altura, casi al ras de las cimas nevadas.
Y los dos comenzaron a moverse muy rápido hasta que de pronto hicieron un fuerte contacto, del cual se despidió un gran destello blanco, saliendo ambos disparados hacia atrás. Uno de ellos fue hasta el mar y comenzó a girar sobre si mismo muy rápido, creando un torbellino de aire y agua en torno a sí, lanzándose contra el otro a toda velocidad.
Su contrincante respondió emitiendo un fuerte rayo de luz desde su pecho, chocando con violencia la columna de agua, produciéndose una gran explosión, sumiéndose todo bajo una blanca bruma.
En la medida que se disipó todos retornaron a su estado natural, y ambos contrincantes se veían sin rastros de agotamiento o heridos por la épica contienda que habían entablado.
Esa era una forma de medir las capacidades de cada yekamus, y era una lucha que no causaba ningún daño material ni espiritual, pues todo regresaba a la normalidad.
Era primordial que Celipatencis aprendiera de ellos pues la única forma de hacerse valer como shamán era desafiando a otro en una lucha espiritual.
Todas las tardes se sucedieron esos encuentros, a los que se sumaban otros en los que los yekamus debían hacer gala de su capacidad de influir, a través del mundo espiritual, en el material, por ejemplo, devolviendo la vida a una flor marchita o controlando el viento.
También aprendió a comunicarse a través del lenguaje espiritual, el que permitía establecer conversaciones con shamanes de pueblos de lenguas desconocidas, pues en ese plano no era necesario articular palabras, sino que los conceptos se transmitían libremente de mente a mente. Por ello es que incluso podían comunicarse con los cowanni o espíritus de la naturaleza y de los animales.
Luego de varias semanas de intenso aprendizaje, los Yekamus le dijeron:
-Ahora deberás viajar a la punta mala, donde te encontrarás con la Gran Ballena, y así te convertirás en yekamus.
Se embarcó junto con otros seis en tres piraguas y zarparon.