XXII Celipatencis
Escucha la música incidental aquí:
Celipatencis, ¡no entres tan profundo en el bosque!
Celipatencis estaba absorto escuchando los cantos de las aves, y pese que sabía que para un pequeño Yámana era peligroso adentrarse muy profundo en la selva, siempre se sentía atraído hacia esos lugares.
Su padre también le había enseñado que ellos eran gente de mar y que del bosque sólo tomaban algunos materiales para construir las canoas, chozas y herramientas, o algunos hongos, raíces y frutos, pero era el mar lo que ellos conocían profundamente y al cual le debían el alimento y la posibilidad de viajar constantemente de un lugar a otro.
Pero Celipatencis se sentía llamado a esos lugares.
Sus padres sabían lo que ello podía significar, pero no debían intervenir.
-¡Celipatencis!
¡Crack!, sonó una rama detrás de él, y Celipatencis brincó asustado, y al mirar vio que algo pequeño y que caminaba sobre dos pies huía hacia la negrura del bosque.
Corrió hasta su madre, y con voz entrecortada le dijo:
- ¡He visto a un enano del bosque!
- No entres solo al bosque, dijo su madre.
- ¿Pero que vi?
- No sé, pero creo que lo sabrás algún día.
Y sin dejarle tiempo a hacer más preguntas, terminaron de cargar los últimos pertrechos y zarparon nuevamente en la canoa de corteza, en cuyo interior Celipatencis cuidaba que el fuego no se apagara. Su madre diestramente comandaba la barca, mientras su padre en la proa aprovechaba de acechar con su lanza a algún pez para tener alimento fresco para el día siguiente.
El objetivo era alcanzar alguna de las islas que quedaban al frente de donde se encontraban.
Se acercaba el invierno, el que prometía ser muy tormentoso.
Debían unirse a otras familias para enfrentarlo juntas.
Celipatencis amaba esas travesías pues le llamaban muchísimo la atención los delfines que constantemente seguían y rodeaban la canoa, los cuales parecían tratar de comunicarse con él.
Al acercarse, vieron una clara columna de humo que ascendía desde una de las islas, y hacia allá encaminaron la navegación.
Cuando llegaron ya se estaba construyendo una gran choza.
Celipatencis nunca había visto una de ese tamaño. Sólo recordaba un par de ocasiones en años anteriores la que correspondía a la celebración del Yincihaua.
Y al bajar de la canoa, dos Yáganes que ya había visto en otras ocasiones, se le quedaron observando. Eran de una piel casi transparente, a través de la cual se lograban adivinar las venas y arterias, y despedían un extraño fulgor.
Los profundos ojos sobresaltaron a Celipatencis.
- ¿Quiénes son? - le preguntó a su padre.
-Son Yekamus, shamanes, y tienen un gran poder.
- ¿Qué poder? -, replicó ansioso de saber más.
- Es un don que obtienen al nacer y que después de muchos años de preparación, logran ser parte del mundo espiritual en plenitud, cosa que es sólo percibida parcialmente por la mayoría de nosotros durante nuestras meditaciones. El de la derecha se llama Hatuwencis, y es el más respetado entre todos.
Pero lo siguiente que llamó la atención de Celipatencis era el extenso valle que se abría atrás de las playas de esa desordenada costa.
Y sintió un enorme deseo de adentrarse en la selva y de quedarse acampando en ese lugar un largo tiempo.
- ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí? -, inquirió Celipatencis.
-Todo el invierno-, le contestó.
Sus ojos brillaron de emoción, deseando que su madre le pidiera lo antes posible acompañarla a recolectar frutos del bosque.
Cuando se preveía que se acercaba un invierno muy duro, varias familias se congregaban para vivir juntas la estación, logrando de esa forma a través de la cooperación mutua salvar las tormentas, el frío y la escasez de alimento. Los hombres así podían organizar partidas de caza, que a veces duraban varios días.
Mientras los bebés pequeños eran atendidos amorosamente por varias madrinas, y se compartía el calor y el alimento adentro de esa gran choza.
Ésta era construida con un enramado de varas en forma de bóveda, cuyas uniones estaban amarradas por juncos. La parte superior quedaba cubierta con pieles y hojas, y los costados se aislaban del viento helado empastando champas de helechos y musgo. Se dejaba una abertura en la parte más alta, para dejar salir el humo pues en el centro de la gran choza ardían hogueras que nunca se apagaban, y que eran constantemente custodiadas.
A su alrededor cada familia disponía de espacio suficiente para dejar sus escasas pertenencias, y acondicionar mullidas camas de hojas y ramas, sobre las cuales se colocaban suaves pieles.
Estos encuentros entre familias permitían a los niños conocer más acerca de su pueblo, mitología y leyendas que eran contadas durante las largas noches de invierno por los más ancianos.
Celipatencis escuchaba con total atención y emoción esas historias que hablaban de seres mitológicos, de los gigantes habitantes de la gran isla o de los terribles hombres caníbales de los canales del norte.
De esas historias se extraían fábulas y enseñanzas que servirían para el resto de la vida de los pequeños, y eran la primera forma en la que adquirían conocimiento, que más adelante sería completado a través del largo proceso de iniciación.
Cuando Celipatencis ayudaba a su madre a recolectar en el bosque, ya se había acostumbrado a la presencia de esos pequeños seres, a los que no les tenia miedo pues algo le decía que estaban ahí no por hacerle daño, si no que sólo le observaban, como si cuidaran de él.
A su madre ni a nadie lo comentaba, pues había captado que era algo que no podía revelar.
Al día siguiente de la llegada Celipatencis fue con su madre al bosque, y en la medida que se adentraban, los familiares sonidos del mar se iban desvaneciendo, dando lugar a una atmósfera absolutamente distinta. El suave sonido del follaje, las pequeñas cascadas de los arroyuelos y el canto de los pájaros sonaban como una hermosa y pacífica armonía.
Y de tanto en tanto nuevamente percibía la presencia de esos pequeños seres, que a veces parecían ser invisibles, pero Celipatencis lograba captar algo así como el reflejo que causaban sus cuerpos contra las hojas o el agua.
Ya no le contaba a nadie de ellos, pues había entendido que solo él podía sentirlos, y era una pérdida de tiempo tratar de mostrárselos a alguien más.
Usualmente recorrían cerro arriba un caudaloso arrollo que pasaba cerca de la gran choza, pero jamás se alejaban más de un kilómetro de la playa.
Celipatencis sentía que algo habitaba en la cascada que le daba origen.
Ya entrado ese invierno, una ocasión en que fue con su madre a recolectar al bosque, ella le pidió que regresara a él a buscar un cesto con hongos que había olvidado.
Celipatencis caminó hasta el lugar, pero no logró vencer la tentación de subir más alto, y mientras trepaba entre las rocas se percató que esos seres le seguían a corta distancia, casi ya no importándoles que él pudiera descubrirlos.
Cuando llegó a la cascada, vio que el agua resplandecía misteriosamente. Al acercarse más con asombro descubrió que la luz provenía de una cueva oculta.
Traspasó cuidadosamente la cortina de lluvia y se encontró con una amplia caverna bañada de una intensa y cegadora luz, que no le dejó ver casi nada, hasta que logró adivinar unas siluetas sentadas en círculo, desde las cuales provenía ese resplandor.
Casi cae al suelo del impacto que le causó esa visión, pero sintió una voz en su cabeza que le dijo dulcemente que no tuviera miedo y que se acercara al centro del círculo.
En la medida que pudo volver a ver, se dio cuenta que estaba sentado Hatuwencis junto al otro yekamus que vio en la gran choza, además de varios otros que jamás había visto.
A preguntarse de donde habían venido, nuevamente la voz le contestó que venían de lejanas islas a conocer al nuevo aprendiz.
Una vez en el centro del círculo, le contaron que la cueva completa estaba llena de figuras de luz espiritual que flotaban en el aire.
Ballenas, guanacos, peces, y toda clase de seres también estaban ahí.
La voz le dijo que ellos también habían llegado a conocerlo, y que eran los espíritus de los animales.
Entonces una de las figuras se puso de pie y le dijo al niño: no tengas miedo, solo necesitamos saber algo de ti.
Y suavemente tomó su mano.
Y Celipatencis sintió que la luz que brotaba de ese yekamus también lo invadía a él.
Y las paredes de la cueva desaparecieron, quedando todos suspendidos en el aire, mientras en lo alto una estrella de ocho puntas parecía ver lo que ahí ocurría.
Y por fin pudo ver uno de esos pequeños seres que por tanto tiempo se habían escondido de él: era un espíritu tutelar o cowanni, los que eran asignados a cada Yámana para su protección espiritual. Y un tipo especial de ellos, el yefacel, era asignado a cada Shamán.
Finalmente, la voz le dijo: hoy comenzará tu aprendizaje.