XXXVIII EL DOLOR
En los cuatro días que estuvieron en la comunidad, Juan Sebastián aprendió a respetar a los Pehuenches más que a cualquier inversionista millonario; que ahora le parecían pobres remedos de simples y viles seres.
Entonces partieron de regreso, al comienzo de la tarde del quinto día de viaje; lo cual fue una gran alegría para Efraín, a quien ya no le gustaba mucho la forma en la que se comportaba Juan Sebastián, temiendo incluso de que la machi lo hubiera drogado con alguna oscura pócima que le hacía creer en Concilios espirituales y otras locuras como esas.
Durante el viaje, y antes de que caiga la noche, Efraín dijo:
—No me harán caminar durante la noche. Escojamos un lugar para acampar.
—Buena idea —dijo Juan Sebastián.
Así que escogieron un pequeño claro en el bosque y armaron las tiendas de campaña justo cuando empezó a oscurecer.
Después de la cena, Efraín le preguntó a Kuyenfey:
—¿De verdad tú crees esas historias de chamanes que conducían canoas tiradas por orcas?
—Sólo se sabe de un yekamus que lo hizo, no eran todos —dijo Kuyenfey.
—Bueno, yo no creo en nada de esas cosas sobrenaturales —dijo Efraín.
—Entrenar un par de orcas no es algo sobrenatural —dijo Juan Sebastián—, las orcas y los delfines son animales muy inteligentes. El verdadero milagro es que, de una pequeña semilla, que puede conservarse viva durante años antes de germinar, nazca un árbol de más de diez metros de altura. Eso sí es sobrenatural.
—Ya no te conozco amigo —le dijo Efraín frustrado—, nunca debí haberte traído a este lugar.
Dicho esto, Efraín se levantó y se fue a dormir a su tienda.
Kuyenfey miró las estrellas y dijo:
—No quiero meterme en tu vida, pero… ¿qué piensas hacer?
—Voy a volver a Santiago para desbaratar mis propios planes de destrucción sistematizada del mundo natural—dijo Juan Sebastián.
—Perece que a Efraín no le agradarán esos planes —dijo Kuyenfey.
—Nunca me ha importado demasiado lo que piensen los demás sobre lo que hago o dejo de hacer —dijo Juan Sebastián—, ahora que sé lo que debo hacer, ¿por qué debería preocuparme por eso?
—¿Sabes que te ganarás algunos enemigos con lo que harás? —dijo Kuyenfey un poco preocupada.
—Ja, ja, ja —se rio Juan Sebastián—. No te imaginas cuántos enemigos he coleccionado en mi vida por mi forma inescrupulosa de hacer negocios. Eso no es lo que me preocupa.
—¿Qué es lo que te preocupa? —preguntó Kuyenfey.
—Que sea demasiado tarde para salvar los bosques, los mares y el resto de la vida de este planeta de la destrucción —dijo Juan Sebastián.
—Entonces hay que actuar rápido —dijo Kuyenfey.
—Sí, vamos a dormir —dijo Juan Sebastián—, mañana mismo quiero volver a Santiago, para empezar mi nuevo trabajo lo más rápido posible.
Así que se fueron a dormir.
Retomaron el camino cuando estaba amaneciendo, llegaron a la cascada donde habían acampado seis días antes.
—Necesito descansar por unos minutos —dijo Efraín.
—¡Pero si la casa está a la vista! —dijo Kuyenfey.
—Está bien —dijo Juan Sebastián—, yo quiero subir a la araucaria que está más arriba, será sólo por un momento. Espérenme aquí —dijo Juan Sebastián y subió caminando al lugar al que lo llevó Kuyenfey la última vez.
Cuando Juan Sebastián se fue, Efraín dijo a Kuyenfey:
—Ahora es amigo de los árboles y conversa con ellos.
—Ese incendio no era normal —dijo Kuyenfey.
—¿Tu viste a Juan Sebastián cuando empujaba el árbol? —preguntó Efraín.
—Yo vi la luz en su pecho, ¿tú también la viste? —preguntó Kuyenfey.
Efraín se puso las manos en la cara, se frotó y dijo:
—Esto no es normal. ¿Cómo sabía que iba a brotar un manantial? ¿Cómo pudo derribar un árbol? ¿Qué es ese resplandor que tenía en el pecho?
—¿Estás empezando a creer? —le preguntó Kuyenfey.
—Me temo que sí —dijo Efraín con resignación—. Pero, ¿cómo no voy a creer si lo vi con mis propios ojos?
—Él ni siquiera vio el resplandor —dijo Kuyenfey—, no es consciente de todo el poder que tiene.
Juan Sebastián llegó hasta la gran araucaria de más de mil años y se sentó apoyando su espalda en la corteza, cerró los ojos y percibió cómo un débil sonido recorría el árbol desde las raíces, era como la vida que latía y se comunicaba a través del tronco, uniendo el cielo con lo profundo de la tierra.
Tanta concentración requería para captar este sonido por parte de Juan Sebastián, que él entró en un estado de extraño sopor, llegando a sentir que esa savia milenaria no pasaba ya sólo por el árbol, si no que había encontrado camino por su propio ser, llegando por una milésima de segundo sentir como sentía un árbol, que no era sólo un árbol, si no que en él coexistía un universo terrestre con millones de seres que se comunicaban con el universo lleno de infinidad de otros bosques, para crear algo parecido a una conciencia superior.
Al llegar a ese punto, Juan Sebastián despertó violentamente, miró a su alrededor, y a pesar de estar en el mismo lugar, todo parecía distinto. De hecho el árbol a su espalda es algo más pequeño. Pero llegó a asustarse cuando se percató de que estaba descalzo y prácticamente desnudo.
Ahí escuchó con pavor unos fuertes gritos que decían:
“¡Pardiez, que allá hay uno! ¡Atrapadle y dadle muerte!”
Juan Sebastián se incorporó de golpe cuando vio que a toda carrera se aproximaban unos veinte hombres de tez pálida, a caballo, subiendo por el sendero, blandiendo lanzas y espadas.
Su pánico superó su capacidad de raciocinio, y de inmediato comenzó a correr, pero con una increíble agilidad desconocida para él. Sus músculos respondían con una plasticidad y velocidad que resultaba asombrosa, lo que le permitía casi volar por entre el cerrado follaje. Sus ojos distinguían claramente cada detalle identificando en fracciones de segundo donde debía pisar, logrando igualar incluso en rapidez a los caballos que trataban de darle alcance.
En su mente, Juan Sebastián oía extrañas voces que le daban indicaciones de por dónde debía seguir su huida, como parte de un engranaje mayor, de varias mentes trabajando al unísono. Y llegando a un claro, vio con sorpresa cómo cincuenta fornidos hombres indígenas se abalanzaban desde la altura sobre las monturas de los españoles. Entonces entendió que él había servido de señuelo.
Juan Sebastián caminó de regreso junto a ellos, con los que no necesitaba hablar, pues de sólo mirarse podían comunicar más que horas de conversación. Los españoles yacían en el suelo, víctimas de su propia ansia de destrucción.
Juan Sebastián sabía que su abuelo no era italiano, como él pretendía hacer creer a los demás; sino que ‘Cona’ era un apellido mapuche. Por eso, concluyó que estaba viviendo una suerte de regresión, quizás llamado por sus antepasados para ayudarle a entender. Llegó a un poblado similar al del valle Ayün, entrando a una ruka dónde la machi que la habitaba estaba en trance.
Dentro de la ruka, Juan Sebastián percibió extrañas figuras de humo blanco que lo rodeaban, torsos desnudos pintados con pintura ocre, que le recordaron la historia del Concilio de los chamanes del sur que la machi Eugenia le había contado.
Esas figuras desaparecieron cuando la machi lo miró a los ojos, entregándole sus pupilas y su mente, para que, en sólo en un segundo, Juan Sebastián pudiese ver cientos de años de historias y de la lucha del pueblo de la Ñuke Mapu contra el invasor.
Fue como haber vivido miles de vidas en un momento, experimentado miles de dolores y muertes. Juan Sebastián cayó en un negro remolino de sufrimiento y despojo. Se vio a sí mismo y su vida como un espectador, y sintió vergüenza.
Juan Sebastián salió de su regresión y se vio nuevamente en ese lugar mágico, con sus ropas de siempre, apoyado en ese árbol milenario, y de pronto se agolpó en su mente una terrible verdad: el bosque que lo rodeaba era justamente el que pretendía destruir Efraín, y que el pueblo que lo había recibido con amor en estos días, era el mismo que él había gestionado para que los echaran de sus tierras con el negocio de la hidroeléctrica; recordó que tenía cientos de proyectos a su cargo que pretendían destruir los pocos bosques nativos que aún quedaban, otros que pretendían apoderarse de fuentes de agua y glaciares, y recordó el proyecto del aluminio.
Juan Sebastián lanzó un extraño grito de dolor, que apenas se oyó hacia fuera, pero que para él se trataba de descubrir la existencia de una gran herida abierta en su vientre, que había sido indolora hasta ese instante. Y como nunca, el otrora codicioso especulador de la Bolsa, se resolvió a cambiar las cosas, costara lo que costara.
Después del mediodía, los cansados viajeros al fin llegaron a la acogedora casa de Don Nicolás, muy hambrientos, y durante el almuerzo Juan Sebastián mostró lo agradecido que estaba por la oportunidad de visitar el Valle de Ayün, a la vez que se disculpó por no poder quedarse por más tiempo.
Al despedirse, le dijo a Don Nicolás:
—Este viaje ha cambiado mi vida, le estoy muy agradecido por enviarnos al Valle de Ayün.
—Me alegra mucho —dijo Don Nicolás—. Esta es tu casa, vuelve cuando quieras.
—Volveré pronto, muchas gracias —dijo Juan Sebastián.
Cuando Juan Sebastián se subió al Jeep para regresar a Santiago; Kuyenfey se acercó, tomó cariñosamente su mejilla, y atravesando su alma con su penetrante mirada, le dijo:
“Cuando llegue el momento, recordarás, y todo será tan claro como la luz del día.”
Juan Sebastián reconoció esas palabras y enmudeció. Pero Kuyenfey le despertó con un beso de despedida.